sábado, 17 de octubre de 2009

Acuarela de vida

Cosas Online



Palao en el café El Turco, en Arequipa.

Luis Palao
El Midas de las acuarelas

Luego de eliminar recuerdos y vestigios de su presencia en Calca, Cusco, el famoso acuarelista regresa a Arequipa, su tierra natal.
No es una persona común, rehúsa serlo. Podría ser el personaje de alguna road movie. Es, sin duda, un pintor de verdad, un conversador que cautiva con cada palabra, un encantador de serpientes, y también un ceramista, criador de gallos y conejos, y domador de caballos. Sabe labrar la tierra y un montón de cosas más que no cuenta; está lleno de trucos, como él mismo acepta. Pero, por sobre todo, es un gran artista, con esa connotación de verdad y mito que tienen los que han dedicado la vida al magnífico sinsentido del arte.
Escribe cuentos y poemas, cosa que poca gente sabe. Tiene en su haber varios cuadernos con todo tipo de disertaciones sobre sus investigaciones pictóricas. Ha vivido de la tierra en el Cusco, desde hace muchos años, pero hoy, como otra vuelta de tuerca, regresa a Arequipa, su ciudad natal, después de haber derruido a pulso su casa en Calca, donde habitó los últimos 25 años. Ahora regresa con todas las intenciones pero con ninguna de ellas clara; como él dice: “Soy solo un vagabundo que huye de sus destinos”.
Luis Palao Berastain nace en Arequipa en 1943. Personaje irreverente y eximio acuarelista, para muchos el mejor en el Perú, un verdadero maestro de la aguada. A la entrevista llegó vestido como siempre, con un sombrero que lo acompaña por lo menos veinte años, con pantalón y camisa de corduroy, según él, de la misma edad, pero nuevos, porque aún no tienen ni una lavada. Cargaba una mochila donde lleva su vida: cámara de fotos, reproducciones de sus cuadros, cuadernos con sorprendentes dibujos y otros con anotaciones de toda índole, que son mezcla de cuentos, poemas y diarios.
Nos encontramos en un café en el centro de Arequipa. Lo había conocido una semana antes en el mismo lugar, donde llegamos después de encontrarnos en la plaza, previa llamada mía. Le dije que era hijo de dos personas que él había conocido; mi familia arequipeña siempre habló de él, estudió con mi tío, y hasta hizo una acuarela de mi madre. Dije también que escribía poesía… y que nada, que lo quería conocer. No mencioné lo de la entrevista, ya me habían avisado que Luis Palao no las daba, y que además no era muy sociable… parte del mito Palao. Nada fue cierto. Fue de lo más amable, estuvimos horas conversando y aceptó, no sin reparos, responder mis preguntas.

DETRÁS DEL MITO
Quedamos una semana después, pero no contestó mis llamadas –otra vez se cernía el mito Palao–; luego me confesaría que había viajado furtivamente a Calca para una misión de destrucción personal. Volvimos a citarnos y ya, con grabadora en mano comenzó la conversación que duró nueve horas aproximadamente, unas cuatro en el café antes mencionado y cinco más en la casa de un familiar donde fuimos a escanear y ver las fotos de los cuadros que había traído.
Ahí, rodeado por seis de mis sobrinos escuchándolo como si hablaran con un mago, descubrí a otro Palao: uno más de carne que de hueso, un ser cariñoso y sumamente divertido, que podía a la vez contestar mis preguntas sobre arte, y contarle a Santiago, mi sobrino de tres años, una historia sobre el Patrón Santiaguilucho y un zorro. Siendo la historia representada con voz y mímica por él mismo, para beneplácito de toda la familia.
La conversación transcurrió por varios temas, todos relatados con exquisitez por Palao, quien no paró de contar anécdotas sobre sus viajes por el Perú; su estancia en Argentina, estudiando arquitectura; recuerdos de los que fueron sus maestros.
Mientras escaneábamos sus cuadros, Luis nos deleitaba con las explicaciones de cada uno. Todo esto matizado con relatos para niños en castellano y quechua, imitando los sonidos de los animales o el galope de los caballos. Además, accedía a contestar, feliz, alguna pregunta que los sobrinos se atrevían a hacer. Felipe, de siete años, le preguntó: “¿Por qué llevas el pelo largo?”. Palao le contestó: “¿Quieres la verdad o la respuesta intelectual?”. Creo que fue unánime la respuesta: “¡Las dos!”. Entonces dijo: “Cuando tenía unos 15 años, un día Ana María Torerita, fíjate el apellido, aceptó ir conmigo al cine. Yo me moría por la Torerita, y decidí cortarme el pelo. Cuando llegué a mi casa, mi madre, sorprendida, me dijo: ‘Pareces un pollo pelado, tú no eres como tus hermanos que son guapos, te queda peor que antes. Haz el favor de no volverte a cortar el pelo’ ( risas ). Nunca más lo corté.
Pero si me pongo serio e intelectual, tendría que decirte que, en la antigüedad, los vencedores le cortaban el pelo a los vencidos y a mi nadie me ha vencido”.





ASCENDENCIA ANDINA
Sería imposible entender la personalidad y el trabajo de Luis si no se mira con admiración la Sierra, las montañas, y los Andes, ejes estéticos y emotivos del pintor.
Pero no son solo los Apus y la naturaleza los que han impactado a Palao sino, por sobre todo, la gente, el pueblo llano, los yanaconas… Él ha tratado de hacer la vida de un campesino por muchos años aunque, como él mismo acepta, le es imposible escapar de su condición de “blanco débil”.
Como nos hace notar, los campesinos no se quitan el poncho cuando hay calor, o se cubren más cuando hay frío, se mantienen iguales. Este tipo de actitudes siempre lo han impresionado. Menciona un vocablo quechua que quiere decir “la lluvia solo hace correr a los blancos”.
Estas son las cosas que el pintor rescata y representa. La fuerza y sensibilidad de la mujer andina lo sobrecoge. Necesita pintarlo, o como él dice “volverlo pintura” para que permanezca. Su pintura es un tributo personal, una admiración diaria por la cultura andina, en la que se ha sumergido desde hace mucho.
En 1966 llegó al Cusco, a Chinchero, a casa de don Pedro Pablo Pumayali, gran altarero, quien de alguna manera fue su maestro, y con quien recorrió innumerables pueblos armando, pintando y arreglado retablos.
“Pasé tiempo en Chumbivilcas, donde peleé gallos y vi la doma de potros altiplánicos; son dos motivos constantes en mi pintura. Luego estuve en Paucartambo; de ahí en la comunidad de Q’eros, etnia a la que admiro por su cultura y sus facciones; de ahí pase un tiempo en Urubamba. La verdad mi cuartel de invierno ha sido Calca, pero no pintaba ahí, sino que me iba por otros lados, a encontrar los motivos”.
–¿Cómo llegaste al Qoyllurit’i?
–Recuerdo que, por esos años, don Pedro Pablo Pumayali me increpó: “Tú que vives con nosotros y comes nuestra comida como un yanacona, debes ir con nosotros a agradecer al Apu, Nuestro Padre, que vive en silencio”. De ahí en adelante todos los años participo en el Qoyllurit’i, subo la montaña y ofrendo algún pincel que me ha sido fiel en el año. Esta fiesta me gusta pintarla y, como ya la conozco, sé donde está cada uno de los pueblos y qué representan.
–Hemos hablado de los campesinos, de las fiestas. ¿Qué otras cosas te gusta pintar o te nace pintarlas?
–Bueno, tengo varios héroes; los enfermos mentales, por ejemplo, ¿quién más sano que ellos? También los vagabundos, personajes pintados e idealizados muchas veces; o las que llamo “gipitanas”, mezcla de hippies y gitanas, que abundan en el Valle Sagrado, y que me han servido innumerables veces como modelos. Como él dice –me recuerda a un verso de Whitman–: “¡Las adorables, las que han renegado de su hogar, las que se han aventurado, las que han escapado de casa! A ellas las prefiero”, y como le dijo su padre tantas veces: “Solo las mujeres malas se acercan a ti”.

DE VIAJE
Palao es un viajero, de eso no hay duda. Su pinta de personaje de “On the road” demuestra esa necesidad insaciable de partir a la carretera. Como él cuenta, prefiere los camiones al servicio público. Viajar en la canasta, arriba de la cabina sintiendo el viento, es lo que más le gusta. Si desde ahí ve algo que desea pintar, se baja presto con su pequeño equipaje; la mayoría son pinceles acuarelas y cartones.
Se abstrae del mundo y pinta... Ha recorrido casi todo el Perú, sobre todo la Sierra, aunque ahora el desierto le llama la atención. Ha tratado de ir tras los pasos de sus pintores importantes, viendo lo que pintaron, conociendo a la gente, descubriendo los rostros. A Cajabamba fue persiguiendo a Sabogal, y en toda la gente del pueblo encontró los retratos del maestro. A Huancayo viajó siguiendo los pasos de Guillermo Guzmán Manzaneda y en Arequipa buscó el mismo atardecer en Tingo Grande que pintó don Carlos Trujillo Olmedo.



LA ACUARELA ES UN DESIERTO
Recuerda que, hace como cuarenta años, leyó una entrevista a Lennon, en la que le preguntaban qué se necesitaba para hacer una buena canción de rock, y John Winston Lennon contestaba: “No se necesita una gran técnica, ni una buena guitarra, solo un amplio repertorio de trucos”. Definitivamente coincide con esa respuesta.
Ahora el hombre, el artista, se sabe solo y desesperado, por eso pinta. Nunca se ha creído parte de nada, siempre se ha sentido como un fracasado. Ahora, como nos cuenta, se ha ido de Calca porque lo estaba matando. Me recitó parte de un cuento que está escribiendo justo sobre el tema, y esta frase se me quedó grabada: Esta es la última casa asesinada porque no aguantaba más estar mirando la viga en el techo, de la que colgaba ya la soga con su nudo corredizo...
Compara las acuarelas con un desierto, porque es lo que queda cuando el agua se ha evaporado.
O citando uno de sus versos: El secreto para pintar una buena acuarela es recoger el agua de la lluvia cerciorándose de que haya pasado por un arco iris, agua caleidoscópica porque le gusta jugar con mi pincel de pelo de gato.

Por Kenneth O’Brien. Foto de Vanessa Chiappo.

2 comentarios:

  1. MUY HERMOSO TRABAJO EL DE PALAO Y EL DE USTED AMIGO SIGA ASI ADELANTE.

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  2. Arencio LAGUNA CÁRDENAS13 de junio de 2010, 6:43

    Lo admiro a Ud. y a sus acuarelas, me encantaríaconocerlo.

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